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EL PRI DEBE RECHAZAR LO QUE NO LE CONVIENE

Hoy de nuevo toca al PRI escuchar el llamado de su sobrevivencia y echar mano de la autocrítica para refrendar su vigencia histórica y volver a convertir en coyuntural este mal momento que padece, para evitar que se convierta en otra etapa de decadencia que podría ser terminal.

Para lograrlo, el partido necesita primero reconocer que de la XXI Asamblea a la fecha se olvidó del debate interno, sobre todo aquel relativo a reanimar su identidad ideológica y programática.

Es sintomático que el PRI tenga tres asambleas nacionales: XIX, XX y XXI definiéndose como un partido de ideología socialdemócrata, miembro de pleno derecho de la internacional socialista, y en su discurso se constate la ausencia de proclamas en favor del trabajo, de los salarios dignos y remuneradores, del fomento a los pequeños productores rurales y a la pequeña y mediana empresa urbana.

Así mimo se debe por la protección y desarrollo de las violentadas clases medias, de la promoción de una mundialización cooperativa e incluyente, del cuidado, promoción y protección de un medio ambiente sano y sustentable, en fin de las causas de las mayorías de este país que todos los días amanecen para darse cuenta que la tuerca de la concentración del ingreso en beneficio de unos cuantos oligarcas, ha dado por lo menos una vuelta más.

Hoy el partido se observa desnaturalizado, insípido, sometido a la verticalidad de sus gobiernos, perdido, ajeno a la toma de decisiones que había conquistado desde el cambio de Colosio y luego consolidado en su rebelión contra Zedillo y sobre todo durante sus años en la oposición.

En este proceso regresivo, de desinstitucionalización democrática, el partido ha extraviado también su capacidad de inclusión sectorial, regional y grupal, al tiempo que se consolida la centralización en la toma de decisiones en los grupos en el poder que detentan los gobiernos.

Es común observar como los integrantes de esos círculos de interés privilegiado acumulan posiciones gubernamentales, partidarias, parlamentarias, judiciales etcétera, en refrendo de la perniciosa sobre concentración excluyente de opciones que padece el priismo en su conjunto.

No es descabellado afirmar que el priismo como tal, fuera de los miembros de los grupos de privilegio, es uno de los sectores que en su conjunto resiente la mayor exclusión de oportunidades, llegando a considerar que su situación era mejor en la oposición que ahora que el PRI está en el poder; allí también hay enojo y desencanto.

Además, se ha perdido de vista que cuando un partido en el poder deja de ser vanguardia se convierte en cabuz de un tren, donde se vuelve carga en vez de locomotora, y pierde el control de su destino. Entonces nadie gana, los gobiernos se quedan sin su brazo más estratégico y cuando terminan su período, el partido queda destruido.

Todo partido en el poder está obligado a acompañar a su gobierno hasta el límite de su plataforma común, lo cual no implica dejar de ser y pensar como partido político y menos obviar que los únicos dueños del partido son sus militantes y simpatizantes.

Ningún grupo en el gobierno o en su directiva estatal, municipal o nacional, puede olvidarlo so pena de lastimar seriamente a la organización y sufrir las consecuencias.

Es la hora de revisar lo que no ha funcionado y regresar a aquellas fórmulas institucionales que nos permitieron retornar al poder bajo las reglas del nuevo régimen político de la democracia en construcción. Resulta inaplazable reactivar las instancias colegiadas para la toma decisiones para fortalecer la unidad partidaria y con ello nuestra competitividad electoral.

En este contexto la candidatitis tan común y distorsionante en nuestra democracia niña, electorera y mercadotécnica, no es buena consejera.

El PRI no va refrendar su triunfo en el 2018 en función de una persona, sino en razón de una propuesta avalada por la más amplia coalición de alianzas posibles, en particular con las causas de la propia gente, que convenza de sus bondades a la mayoría de los votantes y sobre todo les otorgue certeza en su cumplimiento.

Navegar por los procelosos mares de la confirmación electoral, reclama no sólo garantizar la unidad interna sino ser capaz de encabezar el liderazgo de buena parte de la sociedad para erigir a partir de sus causas una constelación ganadora.

La perniciosa guerra de facciones en que se ha convertido nuestra democracia, dificulta aún más esta tarea. Los últimos gobiernos estatales han sido ungidos en promedio con el 22 % de los votos y a nivel federal se esperan penosas cifras semejantes, menores al 30% de los votos.

En nuestra democracia en construcción, los mexicanos no hemos podido –y poco lo hemos intentado- superar la etapa de la perene remodelación de las reglas de acceso al poder con sus caudales de dinero y lodo efectista, encuestitis y abuso mercadotécnico que impiden el debate, anulan los contenidos y sobre todo traban el surgimiento de liderazgos reales y comprometidos, en perjuicio del creciente deterioro en la calidad de los gobernantes.

En materia de ejercicio democrático del poder los avances son por decir lo menos raquíticos, muy lejanos de la necesidad de cancelar la terrible paradoja de vivir en una democracia oligárquica, sin República.

Si este punto no se entiende, entonces no se podrá comprender ¿por qué nos cuesta tanto trabajo gobernarnos? Y así será porque no se toma en cuenta que la gobernabilidad es una función de la capacidad de una sociedad política para construir el interés general como norma y guía superior de la toma de decisiones del poder, no sólo porque es una de sus fuentes de legitimidad, sino porque esa acción asegura la solvencia incluyente del sistema y por tanto de su vida útil.

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