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Constitución, desfigurada


Las reformas neoliberales desfiguraron la Constitución General de la República, irreconocible ya en su 101 aniversario, porque destrozaron su carácter social e hicieron polvo las responsabilidades del Estado.

Pese a ello, decir Constitución de 1917 es decir lucha contra la dictadura y por la democracia. Decir Constitución de 1917 también es decir justicia social, reparto agrario, trabajo digno y soberanía nacional. La fiebre reformadora –acompañada de la ignorancia constitucional– ha ido despojando a nuestra Ley Fundamental de los apellidos que sin rubor alguno podrían añadírsele en otras épocas: democrática, republicana, federal, municipalista, nacionalista, agrarista y obrerista.

La Constitución de 1917, producto de una revolución social y política que dio origen a un amplio Pacto alrededor de un Proyecto de Nación, surgió incorporando las inercias progresistas y federales de la Constitución de 1857, pero con un carácter social mucho más avanzado que la convirtió en la primera de las constituciones sociales del siglo XX. Su primera lección es esa: del pasado se hereda lo positivo, se corrigen las perversiones y se avanza en beneficio de todos.

La Constitución, como producto revolucionario, implicó la transformación del poder, el gobierno, la riqueza y la propiedad.

La Constitución mexicana de 1917 ganó su lugar en la historia del constitucionalismo precisamente porque fue la primera en plantear límites al liberalismo desenfrenado que caracterizó a los textos constitucionales de primera generación. El texto constitucional de Querétaro atribuía al Estado un papel mucho más activo en la construcción de una sociedad más igualitaria. De esta manera, la educación, el derecho al trabajo y los derechos agrarios y, en general, una nueva concepción de la propiedad, aparecieron como los puntos cardinales del nuevo constitucionalismo mexicano. Detrás de ellos se veía la función del Estado como un promotor activo de la protección de derechos

Con el paso del tiempo, la Constitución fue recurrentemente reformada. Los cambios sustantivos ocurridos en las tres últimas décadas, han trastocado la esencia de nuestro texto fundamental.

Las reformas neoliberales desfiguraron nuestra Constitución federal, irreconocible ya, porque destrozaron su carácter social y las responsabilidades del Estado.

Los gobiernos panistas fueron omisos e incapaces. En sus acciones olvidaron los postulados filosóficos del artículo 3º constitucional que define “la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”.

Fox y Calderón tendieron un tapete para el retorno del PRI al poder presidencial o, para ser más exactos, para el retorno de una de la versión del PRI más atada a los usos y costumbres del viejo régimen.

Durante el gobierno de Enrique Peña Nieto se han realizado cambios trascendentales a la Constitución General de la República.

Según un recuento de prensa en ocasión del centenario de la Carta Magna, Enrique Peña Nieto es el presidente que más reformas a la Constitución ha promulgado, con 147 de los cambios que han hecho que la extensión del texto original se haya triplicado.

La transformación que tales cambios traerían aparejada, sin embargo, nunca llegó.

La reforma penal tiene dificultades de aplicación en muchas entidades del país, derivadas de problemas que avizoraron pero no se atendieron; el Sistema Nacional Anticorrupción sigue sin dar pasos firmes; la reforma educativa creó graves conflictos gremiales y se consumió en promesas de un cambio futuro; la “madre de todas las reformas”, como llamaron a la energética, se diluyó en las protestas por los gasolinazos y en la entrega de nuestros recursos naturales a los gigantes del petróleo.

Los genes centralizadores y autoritarios del grupo en el gobierno se han expresado en el avasallamiento de gobiernos locales y en la multiplicación de ordenamientos legales (leyes nacionales o generales) que sustraen facultades a estados y municipios para otorgárselas a la Federación

El proceso anterior ha ido de la mano del ilimitado crecimiento de artículos transitorios en nuestra Carta Magna, dando lugar a la “Constitución desfigurada” que refirió el maestro Diego Valadés.

En el 101 aniversario de nuestro texto constitucional son cada vez más las voces que lo ven como un abigarrado conjunto de normas, muchas de ellas menores, que comprometen su comprensión por el ciudadano común y complican la interpretación jurídica.

Además, los cambios que contribuyeron a acotar los poderes “metaconstitucionales” del presidente no fueron suficientes para que desapareciera la alta concentración del poder en el titular del Ejecutivo, quien además de eje de las decisiones estratégicas de la nación, es también el articulador de una amplia red de lealtades y compromisos por encima de sus atribuciones legales.

Con el retorno del PRI a la presidencia, el sistema político mexicano dio pasos atrás, hacia la etapa en que el Presidente reunía múltiples poderes que no le otorga la Constitución sino la “costumbre” y la subcultura antidemocrática.

La arquitectura constitucional del país ha estado bajo el asedio permanente de miembros de las élites y de los poderes fácticos, sin que el Poder Judicial haya podido evitar el vaciamiento del principio de legalidad.

El texto constitucional define que la democracia no ha de limitarse a un ámbito meramente procedimental o representativo. Es imperativo que se convierta en un medio para el establecimiento de una sociedad justa, equitativa, sin pobreza, discriminación o exclusión.

No puede hablarse de una democracia consolidada sin desarrollo y sin justicia social, elementos naturalmente asociados a la generación de empleos y salarios decentes, a condiciones de vida dignas. A la luz de los fracasos de 30 años puede decirse que la democracia plena sólo será posible con un modelo económico sostenible y sustentable. Llegar a esa meta pasa, por supuesto, por un cuestionamiento severo al paradigma neoliberal.

Actores políticos de primera línea han planteado que la Constitución no soporta más adiciones, reformas o parches.

Son muchas las voces que señalan la urgencia de una nueva Constitución.

Con un horizonte de futuro, una nueva Constitución podría inspirarse en los avances conseguidos –no sin duros debates, no sin enriquecedoras negociaciones políticas– en la Constitución de la Ciudad de México.

Sea cual sea la ruta que permita la correlación de fuerzas, es claro que una reforma del texto actual o una nueva Constitución deben preservar el espíritu del artículo tercero, que concibe la democracia “… no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”.

Las reformas del neoliberalismo han estado destinadas a acabar con la propiedad social de la tierra (Salinas y la reforma del 27 constitucional), a privatizar el sector energético (Peña Nieto), a dejar sin derechos a los trabajadores (la subcontratación de Calderón), a no dejar piedra sobre piedra de lo que fuese la primera Constitución social del siglo XX.

La crisis que vivimos, que algunos ya califican como una crisis de fin de régimen, nos pone frente a la inigualable oportunidad de volver a los principios que dieron vida a nuestra Constitución. No será por la vía de una convulsión sangrienta, sino como resultado de la larga lucha democratizadora que dé paso a un nuevo pacto social que recupere el espíritu social y libertario de 1917, sólo para ponerlo en una ruta venza los innumerables y pesados obstáculos que la oscura noche neoliberal nos ha legado, incluyendo una Constitución desfigurada.

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