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CHISPAS…

MIGUEL HIDALGO ENARBOLÓ, COMO ENSEÑA DE SU EJÉRCITO, UN ESTANDARTE CON LA IMAGEN DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE


Miguel Hidalgo enarboló, como enseña de su ejército, un estandarte con la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, patrona de México, en el que se podía leer: "Viva la religión. Viva nuestra madre Santísima de Guadalupe. Viva Fernando VII. Viva y muera el mal gobierno". En San Miguel el Grande se les unió el regimiento de la reina, que comandaba Ignacio Allende, así como una gran cantidad de artesanos, obrajeros y campesino, acoplado con Allende; por tal motivo se reunió un ejército formado por más de 40.000 hombres, iniciando con estas acciones una serie de victorias vertiginosas, anotemos que los sublevados se marcharon a San Miguel el Grande, el 16 de septiembre de 1810, en el santuario de Atotonilco. Las vicisitudes de las semanas siguientes pueden ser calificadas de vertiginosas. El 21 de septiembre, con un numeroso indisciplinado y belicoso batallón, Miguel Hidalgo ocupó la ciudad de Celaya; donde se repartieron los grados entre los líderes de la insurrección; el honor de ser teniente general recayó en Ignacio Allende; el sacerdote Miguel Hidalgo fue proclamado sin discusión capitán general. El ejército libertador prosiguió su avance y tomó a continuación las ciudades de Salamanca, Irapuato y Silao.

El siguiente punto del recorrido fue la rica ciudad de Guanajuato (28 de septiembre), en la que continuaron uniéndose al movimiento, trabajadores, campesinos, indígenas y la plebe en general; cabe señalar que todos se sentían atraídos, como por un imán. Desafortunadamente la toma de la ciudad estuvo marcada por la violencia. El intendente Riaño no contaba con medios suficientes para defenderla, y decidió refugiarse con la gente adinerada en la alhóndiga de Granaditas; el asalto de la alhóndiga fue de una violencia extrema y gran parte de los que ahí se refugiaron fueron asesinados. Aunque son sustentadas distintas versiones, todas coinciden en que se cometieron muchos crímenes y atropellos, incluso después de haber ocupado el edificio. Este episodio ocasionó que algunos criollos retiraran su apoyo al movimiento.

Mientras tanto, las autoridades eclesiásticas condenaron con energía a los insurrectos, en especial a su más visible cabecilla, a quien acusaron de embaucador, hereje y enemigo de la propiedad privada; cargos por los que fue excomulgado.

De hecho, Hidalgo había afirmado para entonces que debían devolverse las tierras a los indígenas, ganándose con ello su adhesión; pero lo que todavía no había defendido (y la actitud de los obispos aceleró su decisión) era la necesidad de alcanzar la total independencia del país.

Establecer tal objetivo fue la profética respuesta que recibieron sus enemigos, y cuando dos meses después se formase en Guadalajara un gobierno provisional, su desafío llegaría hasta el punto de decretar que debía entregarse a los naturales la tierra de cultivo, así como el disfrute en exclusiva de las tierras comunales. Por otra parte, la aristocracia criolla, temerosa de perder las prebendas que le otorgaba el régimen latifundista, tampoco acogería de buen grado que aquel gobierno provisional que aboliese la esclavitud y los tributos con que se gravaba a indios y a mestizos, ni tampoco el ulterior decreto que amenazaba con la confiscación de los bienes de los europeos; de modo que se unió a las fuerzas del virrey y de las jerarquías eclesiásticas.

Pero tal pérdida de apoyos no se reflejaría, por el momento, en los campos de batalla, en los que Hidalgo continuó cosechando victorias hasta que, quizá por un exceso de grandeza ética, cometió un fatal error estratégico. El 17 de octubre de 1810 Hidalgo tomó Valladolid con siete mil hombres de caballería y doscientos cuarenta infantes, todos ellos mal armados, y el 25 de octubre ocupó Toluca. Ese mismo mes se unió a Hidalgo su viejo acólito y eximio sucesor, José María Morelos; que fue inmediatamente comisionado para llevar la insurrección al sur del país.

Cuando ya el siguiente objetivo era la Ciudad de México, Hidalgo obtuvo una importantísima victoria sobre Torcuato Trujillo, enviado por el virrey Francisco Javier Venegas para interceptar a los rebeldes. El encuentro tuvo lugar en el Monte de las Cruces el 30 de octubre de 1810: las tropas de Trujillo fueron derrotadas y, después de la sangrienta batalla, el ejército realista huyó a la capital mexicana, posiblemente a esperar el asalto final.

Un error fatal: Piadoso en el digno ejercicio de su cargo sacerdotal, admirable por sus reformas en la industria, brillante como legislador progresista, osado en la batalla y dispuesto a prestar su brazo a la causa más noble y arriesgada de su tiempo, el cura Hidalgo fue, por desgracia, un torpe general. Posiblemente se vio excesivamente abrumado por el dolor que veía entre sus inexpertas tropas, y puede que estuviese poco dispuesto a intercambiar sacrificios, acaso estériles, por cruentas victorias.

Lo cierto es que, después de la victoria del Monte de las Cruces, Ignacio Allende recomendó que se atacase la capital, pero el cura Hidalgo, desoyendo el excelente consejo compartido por los restantes jefes militares, no quiso avanzar hacia la ciudad de México. Con la carga a sus espaldas de lo ocurrido en Guanajuato, y para evitar que sus propias tropas saquearan la capital, o bien ante la amenaza de un ataque por parte del mariscal Félix María Calleja, ordenó la retirada.

Tal equivocación marcó el principio del fin. Pocos días después, el 7 de noviembre, Félix Calleja lo derrotó en la batalla de Aculco; Hidalgo regresó a Valladolid y de allí partió a Guadalajara. Ya en Guadalajara (22 de noviembre), Miguel Hidalgo expidió una declaración de independencia y formó un gobierno provisional; decretó, además la abolición de la esclavitud, la supresión de los tributos pagados por los indígenas a la Corona y la restitución de las tierras usurpadas por las haciendas. Pero tales y tan excelentes decretos administrativos y tributarios eran papel mojado sin el auxilio de la fuerza. A finales de año había perdido ya Guanajuato y Valladolid.

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